Tras saludar en catalán, Sanz recordó que su primer concierto lo dio en Sant Adrià de Besós
Acceder al Sant Jordi en día de concierto multitudinario es cada vez más
complicado y precisa de buenas dosis de paciencia. Al pertinaz
embotellamiento se unen ahora unas llamadas medidas de seguridad que te
obligan sin ton ni son a largos y desapacibles paseos por la montaña
rodeando edificios deportivos para llegar, un cuarto de hora después,
prácticamente al mismo lugar en el que estaba el control. Además, oyendo
en la lejanía como los teloneros acababan su actuación.
Por suerte Alejandro Sanz tuvo consideración y no fue especialmente
puntual. Cuando pasaban diez minutos de las nueve un coro de niños y
jóvenes africanos procedentes de una escuela de Uganda, tomó casi por
sorpresa el escenario a los sones de Leonard Cohen. El ambiente se
caldeó rápidamente con sus contagiosos cantos y danzas. En las primeras
filas se siguió el ritmo pero en el resto parecía reinar una cierta
impaciencia. A mitad del cuarto tema Alejandro Sanz y sus músicos se
unieron a la fiesta. Un barrido de subgraves ahuyentó a los jóvenes
africanos, un reloj digital gigante marcó diez segundos de cuenta atrás
coreados por la parroquia y El silencio de los cuervos marcó el despegue.
Alguien le pasó una estelada que el madrileño desplegó con una incierta
sonrisa. Cientos de teléfonos móviles inmortalizaron el momento, en
realidad inmortalizaron toda la actuación. Tras saludar en catalán, Sanz
recordó que su primer concierto lo dio en Sant Adrià de Besós. Euforia
total. Los presentes comenzaron ya a corear desde el primer tema y no
pararon, el mismo cantante animó reiteradamente a la concurrencia. Esta
vez se podía pasear bien por la pista del Sant Jordi, esponjosa y con
claros a pesar de que en taquillas se había acabado el papel.
14.000 personas, según la organización, asistieron a este nuevo desembarco de la gira Sirope que ya nos había visitado el pasado septiembre en el mismo local. El motivo de la gira, el disco Sirope,
tiene ya más de un año pero el del viernes era el primer concierto de
su regreso a tierras peninsulares tras un largo periplo suramericano,
como si Sanz comenzara una nueva gira en Barcelona.
El repertorio ha variado poco desde la temporada pasada, el público
conoce bien los temas, incluso los del último disco, que ya no es tan
nuevo y canta a voz en grito tapando por momentos la voz de Sanz. Una
sonorización sucia y algo enmarañada tampoco colaboró mucho aunque todo
estaba ganado de antemano y la parcela visual compensó con creces. Un
enorme escenario negro coronado por paneles de luces cambiantes que
constantemente subían y bajaban, una enorme pantalla trasera que pasaba
todo tipo de imágenes mientras que las dos laterales, más pequeñas y de
peor definición, ofrecían primeros planos del espectáculo. Sanz,
generalmente guitarra en mano, estuvo flanqueado por nueve músicos,
cuatro mujeres y cinco hombres pero, eso sí, ellas a un lado del
escenario y ellos al otro.
Sanz domino perfectamente la situación con una presencia escénica que lo llena todo y un puñado de canciones efectivas y preñadas de un ritmo danzante que puso a todo el mundo en movimiento. Invitó a la mejicana Paty Cantú a compartir Un zombie a la intemperie y al coro de jóvenes africanos para Looking for Paradise. Apoteosis, rodeado de niños bailando y gran abrazo final, que culminó con No es lo mismo antes de la larga tanda de bises que comenzó en solitario sentado ante el piano.
Tras lo visto el viernes en el Sant Jordi, si la gira se vuelve a alargar, Alejandro Sanz puede volver sin miedo a Barcelona para presentar su disco por tercera vez, el éxito está asegurado.
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